Aprovechando la ausencia de la luna, Tetsuo, consiguió penetrar en la alcoba de la emperatriz, y enfundado en el quimono del emperador, experimentó los secretos más íntimos que escondía la flor de loto. El corazón del samurái, que nunca antes había temblado, por primera vez, conocía su debilidad al tacto de la seda imperial.

Hasta entonces, nada lo había amarrado a la vida, pero la belleza de esa experiencia le dio motivos para temer a la muerte.

Cien noches después, el recuerdo de la seda silbaba en su oído como una flecha, y en medio del bosque, arrodillado ante Goshinboku, el cedro sagrado, ansiaba como ceniza de incienso, desprenderse de aquello que le estaba consumiendo.

Nada fue tan conmovedor como vivir por unos momentos bajo la piel del otro, confesó Tetsuo susurrando en el hueco del árbol.

Ojalá, no fueras parte de mis mejores recuerdos, dijo la emperatriz mientras tensaba el arco con todas sus fuerzas.